domingo, 13 de septiembre de 2009

LA PROMESA DE BARON'S HAUGH parte 2

Me adentré por un pasillo construido por lo que debían haber sido las primeras piedras de la muralla, ahora destruida. Seguí mi camino hacia el interior de las ruinas y descubrí los restos de lo que debían haber sido los hogares de toda la gente que tuvo que huir cuando se produjo la toma de la ciudad por los soldados ingleses.

Por fin llegué a lo que parecía un viejo molino de harina que, a pesar de estar bastante deteriorado, mantenía su forma y su estructura, y decidí entrar en él. Subiendo las escaleras de caracol encontré que el edificio estaba bastante bien conservado para lo que me decía mi experiencia en investigaciones de este tipo y de esta antigüedad. Cuando llegué arriba del todo, asomándome por la ventana me encontré con una perspectiva aérea de la ciudad abandonada. Los árboles crecían por doquier, tapando restos de piedras y extendiendo sus ramas por las casas que aún mantenían su apariencia en gran medida.

Me detuve allí, quieto, sin moverme, pues había algo que me tenía atrapado, un halo majestuoso que envolvía aquellas ruinas confiriéndoles un aspecto un tanto tenebroso. Aun así, la ciudad mantenía cierto aire de lugar poderoso y respetable, un recuerdo suspendido en el aire y en el tiempo.

El día se abrió paso mientras yo cavilaba, y, de repente, me pareció oír un ruido entre los árboles, lo que supuse sería un animal. Pero en el momento en el que giré la cabeza hacia la ventana el terror me paralizó y recordé con una claridad sobrecogedora el documento que había analizado apenas unas semanas antes, en el que se hablaba de un druida que hizo historia entre el pueblo escocés, en el momento en el que Inglaterra había decidido quitarles todo cuanto tenían. El documento narraba como, el día del asalto a las murallas, un hombre joven se había arrodillado delante de las filas del ejército inglés, y, como entrado en trance, había exclamado un juramento en gaélico justo cuando se alzaba el sol. La ciudad sería protegida por su pueblo, no importaba cuánto tiempo pasara, y yo acababa de entender cómo.

Los árboles estaban comenzando a apartarse del camino, mientras las casas adquirían otra vez el color, la forma y la majestuosidad de antaño. Apenas podía creer lo que veía. Una silueta se perfiló a lo lejos, y no tardé en descubrir que una mujer joven, ataviada con ropas medievales y con un cesto cruzaba por delante de mis ojos con total naturalidad. Pronto comencé a oír pisadas que subían las escaleras del molino en el que me encontraba. Y apenas un minuto después, una mujer mayor, con un pañuelo en la cabeza y un niño de unos cinco años se encontraban ante mí.

- ¡Vaya, George, te dije que cerraras bien la puerta! ¿Quién sois y qué hacéis aquí?- me preguntó la vieja.
No supe si responder o no, pues empezaba a creer seriamente que me estaba volviendo loco. Decidí seguir mi intuición.
- Disculpadme, mujer. He estado viajando largamente hasta que me he perdido, y he decidido parar durante la noche. Al ver la puerta abierta, he entrado a descansar, mas no dudaré en marcharme ahora mismo si así lo decidís.
-No digáis sandeces. Si necesitáis reposo hay una posada a dos calles de aquí. Preguntad por el dueño, su nombre es John. Pero antes permitidme prestaros algo de ropa; eso que lleváis puesto no dice demasiado de vos.

Miré mis botas y mis pantalones de deporte con algo de preocupación, pero no tuve tiempo de lamentarme, pues George ya estaba en la puerta con un pantalón y una camisa de hilo y unos zuecos de madera. Me puse en pie y cogí la ropa; decididamente estaba loco, pero mi experiencia en la vida me había enseñado que hay que buscar en el interior de uno mismo para comprender lo que pasa en el exterior. Así que decidí seguir por el camino que me estaba dictando la razón, o la locura.

La mujer y el chico me indicaron como llegar a la posada, donde pedí una habitación para una noche. El dueño, John, un hombre bajo, de mirada profunda, y pelo corto oscuro, me miró largamente y me dijo:

- Si no supone indiscreción, me gustaría preguntaros de donde es esa llave, caballero.
Miré la llave que aún llevaba en la mano con cautela. Era de oro, fina y con un labrado bastante bien conseguido.
- Es un regalo familiar- respondí.
- Se parece enormemente a la llave que el duque perdió hace unos años y que, según dicen, abría la sala donde guarda su mejor espada de guerra.
- Debe de ser un error, pues mi familia vive muy lejos de aquí.

Me miró, observando detenidamente cada parte de mi cuerpo.
- Disculpad caballero, ¿de dónde sois?
Dudé, porque no había pensado una historia coherente.
- Del norte- respondí simplemente.
- Ah, ya.

Me sorprendió la ligereza con la que hablaba, como si supiera de mí algo más de lo que yo le había contado.
- Te costará adaptarte- dijo sin más, dejando a un lado la cortesía y sutileza mostrada antes.
- Perdón… ¿adaptarme a qué?- contesté, algo dubitativo.
- A no poder volver, a quedarte aquí siempre, a deberte a esta ciudad que ni siquiera es tuya y dedicar el resto de tu existencia, que se te hará más pesada de lo que jamás puedas imaginar, a cuidar de ella y protegerla.

Aquellas palabras me dejaron frío, sin saber cómo actuar, ni siquiera supe si contestar o no. No hizo falta.
- Verás, mi lugar no es este, yo no pertenezco a él, pero mi ambición por el poder me trajo hasta aquí, y nunca me ha dejado salir. Yo formaba parte de la expedición que se perdió en este bosque casi un siglo atrás. La encontramos, la ciudad, pero al igual que a ti nos atrapó, y la promesa de defenderla hasta el fin de los días nos encerró entre estos muros. Créeme cuando te digo que debes aceptarlo, este lugar es lo único que te queda.

Despacio, mientras sus palabras comenzaban a llegar a mi mente, di media vuelta y salí de allí. Traté de mantener la calma, pero antes de darme cuenta me encontré a mi mismo corriendo por el bosque, preso del pánico. No tardé en darme cuenta de que, si había podido salir, quizás no estaba todo perdido. Quizás mi percepción se había visto alterada por la falta de sueño y el cansancio, quizás no había sido más que un desmayo momentáneo. Deambulé hasta caer la noche, buscando sin demasiado entusiasmo a mis compañeros, aunque a estas alturas ellos debían estar por el bosque buscándome a mi. Y de pronto los vi, a través de las tinieblas del bosque.

Me acerqué rápidamente, dejando atrás toda inquietud y preocupación, deseando verlos y convencerme de que aquello no era real. Llegué hasta el campamento y abrí con brusquedad la tienda de campaña donde Rachel dormía plácidamente.

- Rachel, despierta Rachel, es urgente, no vas a creer lo que me ha pasado.- la zarandeé suavemente, pero ella no se movió. Respiraba profundamente.

Me dirigí a la tienda de Chris, que aún estaba despierto, abrí la cremallera y entré, pero el aventurero no se dirigió a mí, ni siquiera me saludó, sino que se movió hacia la entrada y, cerrando la cremallera, murmuró:
- Maldito bosque y maldito viento, y malditas las ganas que tengo de coger toda esa pasta y largarme de aquí.
- ¡CHRIS!- exclamé con todas mis fuerzas, pero nadie respondió. Comencé a gritar más y más fuerte, pero no me oían. No me veían. No me sentían. No sabían que estaba allí. Pero allí estaba, arrastrando una condena que por fin supe cierta.

Salí de la tienda de campaña con lágrimas en los ojos, temblando amargamente y con un nudo en el estómago que apenas me permitía caminar. Avancé y me di cuenta de que una silueta me observaba desde el otro lado del claro. John se acercó a mí y me extendió el brazo. Sin más, caminé a su lado durante un largo rato, y cuando las ruinas se comenzaban a vislumbrar al final de un día que comenzaba a despuntar, supe que estaba preparado para aceptar y comprender, al fin, como iba a ser el resto de mi vida.

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